jueves, 7 de agosto de 2014

Daisy Zamora



Poemas de Daisy Zamora

Amigas/Hermanas

A Marta Zamora Llanes

Nada sucedió como lo habíamos previsto.

Pero estábamos recién llegadas a la vida

como a una gran ciudad.

Aturdidas por el bullicio de la multitud.

(Éramos como garzas a la vera de un río.

Heliotropos radiantes en la primera lluvia.

Un campo de algodón bañado por la luna.)

¿Cuándo fue que la Muerte empezó a visitarnos?

¿En qué momento, a cada una

por fin, nos alcanzó el desastre?

¿Cómo sobrevivimos a la devastación?

No lo sabemos.  Cada quién hizo lo que pudo.

En la tierra arrasada quedaron los escombros

que hemos dejado atrás.

Pero a veces, sin quererlo, de pronto recordamos

que alguna vez las ruinas fueron antiguos reinos.

—Espejismos de reinos para el alma desierta.

Granizo

A mis hijos

Si ya no los tengo, si ahora

sólo sombras abrazo,

y en mi tímpano aún vibra

el rumor de sus risas

y el bullicio de sus voces

y carreras

lanzándose los pedruscos

congelados

como si fueran motas

de algodón,

¿a qué vienes, granizo,

desde el cielo?

¿a desgranar más hielo

sobre el hielo?

Definición del amor

Laberintos

poblados de fantasmas

Y estancias

por donde a veces

entra el sol.

Promenade

Christina ofrece flores tan mustias como ella.

Jóvenes arrogantes, muchachas insolentes y bellas,

parejas que pasean con sus hijos, damas distinguidas,

hombres de negocios y ejecutivos mirando constantemente

sus relojes, pasan indiferentes.

Christina fue actriz, cantó en musicales de Hollywood,

actuó en Londres un tiempo, viajó por Inglaterra,

conoció a Ghandi, fue su discípula,

regresó a California…

Le has comprado el ajado crisantemo que me diste.

Sólo nosotros, George, pudimos verla.

Ella es invisible.  Un espectro que esculca

entre los basureros de Los Ángeles.

Día de las Madres

A mi hija e hijos

No dudo que les hubiera gustado tener

una linda mamá de anuncio comercial:

con marido adorable y niños felices.

Siempre aparece risueña —y si algún día llora—

lo hace una vez apagados reflectores y cámaras

y con el rostro limpio de maquillaje.

Pero ya que nacieron de mí, debo decirles:

Desde que era pequeña como ustedes

ansiaba ser yo misma —y para una mujer eso es difícil—

(Hasta mi Ángel Guardián renunció a cuidarme

cuando lo supo).

No puedo asegurarles que conozco bien el rumbo.

Muchas veces me equivoco,

y mi vida más bien ha sido como una dolorosa travesía

vadeando escollos, sorteando tempestades,

desoyendo fantasmales sirenas que me invitan al pasado,

sin brújula ni bitácora adecuadas

que me indiquen la ruta.

Pero avanzo. Avanzo aferrada a la esperanza

de algún puerto lejano

al que ustedes, hijos míos —estoy segura—

arribarán una mañana

—después de consumado

mi naufragio.

Old Book Binders Restaurant, Filadelfia

A Alexander Taylor

I

Observo la animación

en el comedor atestado:

Todos conversan, ríen, ordenan

platos y postres exquisitos

mostrados como gardenias salvajes, heliotropos

y orquídeas carnívoras, en bandejas de plata.

Los meseros retiran los platos

con abundantes sobras,

postres apenas tocados por la cucharita

y apartados de la boca.

Eso es natural aquí.

En mi mesa solitaria

bebo cerveza

y devoro ostras frescas de New Jersey

sin entender nada.

II

Cuatro ancianas comparten una mesa

y brindan con voces apagadas

levantando sus copas temblorosas.

Después de la tercera ronda de martinis,

son cuatro muchachas bromistas y parlanchinas

que se yerguen airosas sobre sus propios cadáveres.

III

En Filadelfia está Old Book Binders.

Y en Old Book Binders estoy yo,

contemplando

el despilfarro.

Celebración del cuerpo

Amo este cuerpo mío que ha vivido la vida,

su contorno de ánfora, su suavidad de agua,

el borbotón de cabellos que corona mi cráneo,

la copa de cristal del rostro, su delicada base

que asciende pulcra desde hombros y clavículas.

Amo mi espalda pringada de luceros apagados,

mis colinas translúcidas, manantiales del pecho

que dan el primer sustento de la especie.

Salientes del costillar, móvil cintura,

vasija colmada y tibia de mi vientre.

Amo la curva lunar de mis caderas

modeladas por alternas gestaciones,

la vasta redondez de ola de mis glúteos

y mis piernas y pies, cimiento y sostén del templo.

Amo el puñado de pétalos oscuros, el oculto vellón

que guarda el misterioso umbral del paraíso,

la húmeda oquedad donde la sangre fluye

y brota el agua viva.

Este cuerpo mío doliente que se enferma,

que supura, que tose, que transpira,

secreta humores y heces y saliva,

y se fatiga, se agota, se marchita.

Cuerpo vivo, eslabón que asegura

la cadena infinita de cuerpos sucesivos.

Amo este cuerpo hecho con el lodo más puro:

semilla, raíz, savia, flor y fruto.

Senior Special en el Tennessee Grill

Aquí recalan

como cargueros sarrosos

en esta cafetería, comidería,

último puerto.

Bajo una luz de morgue

(los tubos fluorescentes)

se cruzan por las esquinas de las conversaciones

palabras checas, rusas, polacas,

con los nombres de unas calles,

las señas de una ciudad,

de una aldea, una plaza, una iglesita,

una casa perdida en un trigal.

Quién estaba en el muelle cuando el barco zarpó,

cómo era aquella novia que se cansó de esperar,

qué pasó con la madre, el padre, los hermanos

que hace tanto dejaron,

que ya ni se acuerdan

hasta que vuelven al frío de la calle,

al tranvía que traquetea en la parada,

a sus departamentos de jubilados,

a sus pensiones,

a sus cuartos alquilados,

a la niebla

que a un paso de la muerte los espera

no saben cuándo ni dónde.

Streetcar, San Francisco

El negro agita un tarro vacío de potato chips

suplicando monedas,

otro, busca conversación desde su silla de ruedas:

—Patrick, me llamo Patrick.

—Y yo Mary, dice la pobre muchacha gorda y colochona.

La china carga resignada su bolsa de cebollas,

el viejo filósofo ensimismado en Kant,

un gay rapado con aretes y gafas azules,

la secretaria feliz, amapola marchita,

premiada por sus treinta años de servicio al banco

con un anillo barato y unas flores.

La joven ejecutiva que la observa con sorna,

el burócrata cansado que dormita…

Cada quién con su alma a la deriva

en este viaje sin rumbo

que de pronto termina.

Qué manos a través de mis manos

Las anchas manos pecosas y morenas de mi abuelo

con igual destreza vendaban una herida,

cortaban gardenias

o me suspendían en el aire feliz de la infancia.

Las manos de mi abuela paterna

artríticas ya cerca de su muerte,

una vez fueron frágiles manos, filigrana de plata,

argolla de matrimonio en el anular izquierdo;

pitillera y traguito de scotch o de vino jerez

en atardeceres de blancas celosías

y pisos de madera olorosos a cera,

recostada en su chaise-longue leyendo trágicas historias

de heroínas anémicas o tísicas.

Mi padre siempre cuidó la transparencia de sus manos

delicadas como ala de querube

hechas para lucirlas

con violín o batuta.

Mi madre heredó las manos de mi abuelo Arturo,

pequeñas y nudosas, con dedos romos.

De tantas manos que se han venido juntando

saqué estas manos.

¿De quién tengo las uñas, los dedos,

los nudillos, las palmas, las frágiles muñecas?

Cuando acaricio tu espalda,

las óseas salientes de tus pies

tus largas piernas sólidas,

¿Qué manos a través de mis manos

te acarician?

Nerudiana otoñal

Del brazo de su marido

que comparte

no sabe con cuántas más,

pero, en fin, su marido.

Ella lo quiso, a veces

él también la quería.

Procura recordarlo

como ella lo conoció,

antes de que se volviera

el que sería después.

Ya no lo quiere, es cierto,

pero tal vez lo quiere.

¡Si al menos por un instante

pudiera ser la que era

cuando él la enamoró!

Es tan corto el amor,

y es tan largo el olvido.

Pero frena el intento.

Sabe que si se atreviera,

todo lo perdería, todo.

Eso es todo.  A lo lejos alguien canta.  A lo lejos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario